Verona

34 años, casada desde hacía 12 años.

Di una charla en el Colegio de Médicos dirigida a la Asociación de Sexólogos de Catalunya. Al terminar, se me acercó un médico y me dijo que tenía una paciente afectada de vaginismo, a la cual llevaba tratando desde hacía 10 años. Le comenté que, si lo deseaba, la podría visitar.

Al día siguiente, Verona llegó a mi despacho diciéndome: «por favor, haz lo que sea, pero quitame ésto de aquí». Deseaba ser madre y también normalizar la relación con su pareja, ya que aunque habían conseguido satisfacerse mutuamente, querían poder practicar un coito normal. Durante los últimos años había recibido tratamiento psicológico.

Estuvimos trabajando juntas tres meses hasta conseguir el resultado apropiado. En realidad, a los dos meses ya habíamos logrado una dilatación vaginal total, pero apareció un problema que no esperábamos: su pareja sufrió una impotencia puntual que se solucionó en un mes.

Mi experiencia con Verona fue muy gratificante y decidí presentar el caso a la asociación de Fisioterapeutas de Cataluña para que fuera publicado en su revista científica. Tardé dos años en conseguirlo, pues no estaba demasiado claro que fuera un trabajo de fisioterapeutas.
¡Afortunadamente lo logré!
Ahora bien, lo que más me impactó de esta experiencia fue que cuando telefoneé al ginecólogo que me había derivado a Verona para decirle muy entusiasmada que estábamos casi en la fase final y que habíamos conseguido introducir un dilatador grande en su vagina, se pronunció con una voz muy seca:
– No me parece bien que no haya sido su marido el encargado de eliminar el himen.

Le comenté que antes de que sucediera, yo ya le había preguntado a la señora si estaba de acuerdo y que me había contestado:
– ¡Por favor! ¡Adelante! Ojalá hubiera nacido sin él.

Le llamé ilusionada para darle la buena noticia, pero nuestra despedida no fue tan entrañable como yo había imaginado.

Verona fue madre un año y medio después.